La habitación de mi hotel en Zaragoza, apestaba a tabaco.
Lo primero que hice fue bajar a recepción para quejarme y pedir que me la cambiaran.
Para mi desgracia, el cambio resultaba imposible, porque acababan de llegar tres excursiones de japoneses y habían llenado todo el hotel.
Por lo visto, yo era el único europeo del establecimiento.
Yo no fumo ni he fumado en toda mi vida, así que el olor del humo de los cigarrillos me molesta bastante, y lo cierto era que mi habitación olía como si diez personas hubieran estado un día entero encerradas allí dentro, fumándose una colilla tras otra.
Hasta las toallas del baño se habían impregnado del olor.
Me mandaron a una señorita muy amable que echó ambientador y abrió las ventanas para que la habitación se ventilara, pero hacía mucho frío y no se podía aguantar allí con todo abierto. El ambientador fue contraproducente, porque lo que logró fue sólo mezclarse con el mal olor del tabaco y empeorarlo.
Lo peor de todo es que no estaba permitido fumar en aquella habitación del hotel, pero los anteriores ocupantes habían hecho caso omiso de la prohibición.
Estaba muy cansado del viaje y lo único que me apetecía era darme una ducha y dormir una siesta, pero así me resultaba imposible, porque hasta la garganta comenzó a irritárseme.
Muerto de cansancio y de muy mal humor, me marché del hotel para dar una vuelta por la ciudad y tomarme un café.
De paso pregunté en varios hoteles próximos si tenían habitaciones libres, para cambiarme de sitio, pero resultó que también estaban llenos de japoneses.
Por lo visto, aquel fin de semana, medio Japón se puso de acuerdo para venir a visitar Zaragoza al mismo tiempo que yo.
Definitivamente, no era mi día de suerte.
Tras media hora paseando por una larga avenida de Zaragoza, con un frío y un viento que se calaba hasta los huesos, entré en una cafetería que me pareció muy bonita y acogedora.
Pedí un café bien cargado y un trozo de tarta de chocolate. Estaba buenísima.
Pagué la cuenta y entré al cuarto de baño antes de marcharme.
Y ya creía yo que la racha de mala suerte había terminado, cuando de repente, me di cuenta de que estaba atrapado en el servicio. Cuando traté de girar el pestillo de la puerta, sonó un chasquido y el mecanismo de apertura quedó totalmente bloqueado.
Y allí estaba yo, encerrado en el cuarto de baño. El primer cliente que me descubrió en tal circunstancia, avisó a un camarero, que vino inmediatamente a tranquilizarme. Después de hacer muchos esfuerzos por abrir él la puerta, me dijo que no había forma de conseguirlo, así que llamó los de cerrajeros Zaragoza.
Ellos la abrieron diez minutos más tarde como si fuera la cosa más sencilla del mundo.
Les agradecí que me liberaran y me volví a mi apestosa habitación de hotel mucho más enfadado de lo que había salido, pero en fin...
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