La última vez que estuve en Madrid fue hace unos siete años. Por aquel entonces yo era abogada en un bufete de la costa, que contaba con diez abogados (once conmigo).
Curiosamente, de los once, resultó ser que a ninguno le gustaba hacer viajes.
En cambio, yo los adoraba. Hoy no puedo decir lo mismo, la verdad.
Esa fue la razón de que me nombraran la “letrada itinerante” del despacho. De tal modo que siempre que nos surgía algún procedimiento judicial fuera de la provincia, me era asignado y yo me ocupaba de la defensa y representación del cliente.
Recuerdo que me encantaba planificar los viajes, reservar los hoteles, ver los restaurantes que tenía cerca y –sobre todo-investigar por qué pueblos y ciudades interesantes podía pasar a la vuelta, ya que de esa forma mataba dos pájaros de un tiro: hacía mi trabajo como profesional y al mismo tiempo, un poco de turismo.
En aquella ocasión, como os decía, el juicio fue en Madrid. Se trataba de un proceso laboral –muy interesante-sobre accidente de trabajo contra una gran empresa.
Estos viajes me gustaba siempre hacerlos en mi propio coche. Conducir me relaja bastante y es una actividad con la que disfruto, al contrario de lo que le ocurre a la mayoría de la gente. Así que llegué a Madrid sobre las seis de la tarde del día anterior al juicio.
Por comodidad, elegí –para dormir- un hotel próximo a los Juzgados, que ya conocía de ocasiones anteriores y que me gustaba bastante por resultar limpio, moderno, bien equipado y con buena relación calidad-precio.
Solté mi equipaje, colgué mi traje de chaqueta para el juicio en una percha, me di una ducha y descansé hasta la hora de la cena. A eso de las ocho y media salí a buscar algún sitio para picar algo.
Una hora y media más tarde estaba de regreso en mi habitación y me dispuse a preparar las alegaciones para la vista y ordenar y repasar las pruebas documentales que tenía que aportar.
Puesto que eran documentos únicos y de vital importancia para el éxito del proceso, antes de salir del hotel, los dejé guardados dentro de la caja fuerte de mi habitación.
Y cuál no fue mi sorpresa cuando, al tratar de abrirla para recuperar los documentos, no hubo manera de activar la cerradura.
A las nueve de la mañana del día siguiente tenía un juicio de los gordos y un cliente al que defender, y todos los documentos necesarios para ganar el pleito, se encontraban “atrapados” dentro de la maldita caja fuerte.
Lo primero que hice fue bajar a recepción y explicarles mi problema. Supuse que podrían arreglarlo, pero para mi desesperación, no fue así: el sistema electrónico de cierre de la caja fuerte se había averiado y no había ningún truco que permitiera abrirla.
Me entraron ganas de llorar y me puse tan nerviosa que no caí en avisar a unos cerrajeros.
Por suerte el personal del hotel, sí que pensó por mí y llamaron por teléfono a los cerrajeros que conocían.
Tres cuartos de hora más tarde, pude recuperar mis documentos y al día siguiente celebré el juicio sin contratiempos.
Lo gané, por cierto. O mejor dicho, lo ganaron los cerrajeros. Porque si no llega a ser por ellos…
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