Si el día que contraté aquel viaje a Barcelona, yo hubiera sabido que iba a hacerme rico, no me hubiera preocupado por buscar el hotel más económico ni el vuelo más barato, ni hubiera estado haciendo cuentas y preocupándome por mi presupuesto para los meses siguientes.
A mí no me apetecía para nada viajar a Barcelona, la verdad. A punto estuvo de cancelar el viaje.
Pero María, mi mujer, se empeñó y se empeñó, y en el último momento decidí mantener la reserva.
Barcelona me parece una ciudad demasiado grande e inabarcable y encima en verano, para mi gusto, allí hace mucho calor.
Yo soy más de campo, y las aglomeraciones urbanas y las grandes ciudades no son lo mío.
Pero a María le hacía tanta ilusión, que al final acepté.
Para empezar, en el avión lo pasé mal, porque era pequeñito y pillamos turbulencias llegando al aeropuerto…: no quiero ni acordarme de los saltos que daba el aparato. Cuando me bajé, estaba blanco como la pared y con muchísima ansiedad.
A continuación, tomamos un taxi hasta el hotel, con tan mala suerte que al coche se le pinchó una rueda en plena Diagonal, así que tuvimos que parar, bajarnos y tomar otro taxi.
El hotel resultó ser mucho mejor de lo que yo me esperaba. Las fotos de internet no le hacían mucha justicia. Es lo contrario de lo que uno suele encontrar: normalmente en internet los hoteles se anuncian como algo precioso, y ponen fotos que no son reales, de modo que cuando llegas, te llevas una decepción. Pero el nuestro había hecho justo lo contrario: publicaban fotografías bastante cutres y una vez allí, todo era mucho más bonito que en las imágenes.
Aquella primera noche salimos a cenar a un restaurante caro de la ciudad. A María le encantan esas cosas sofisticadas.
Yo en cambio, soy fan de las tascas y los bares de tapas. Mientras más cutres, más me gustan.
Sólo sé que pasé mucha hambre y pagué una barbaridad por unos platos tan bonitos que daba pena comérselos. Aunque más pena le daba a mi estómago en vista de la poca cantidad de alimentos que contenían…
Antes de llegar al hotel, tuve que entrar a un pequeño bar y pedir un bocadillo de calamares que me fui comiendo por el camino, mientras María me echaba la bronca por comer “porquerías malísimas para el colesterol”…
A la mañana siguiente, me desperté y me duché. Mientras María entraba al baño después que yo, abrí el armario para coger mi ropa y vestirme. Entonces reparé en la caja fuerte. Estaba entreabierta y me pareció ver que algo brillaba dentro.
Abrí y metí la mano. Mi asombro fue total cuando contemplé un reluciente lingote de oro. Supuse que el anterior cliente se lo habría dejado olvidado. Pero yo no tenía la menor intención de devolverlo.
Cuando María salió de la ducha le dije que recogiera sus cosas, que nos íbamos pitando de vuelta a casa. Le expliqué lo que había pasado y le mostré el lingote.
Maletas en mano, antes de nada, fuimos al compro oro que estaba a escasos metros de nuestro hotel. Cabía la posibilidad de que aquello fuera una broma o un objeto decorativo y no fuera oro. Yo no soy experto en oro, pero sí que trabajé cinco años en un banco de Suiza y allí vi y toqué muchas veces lingotes de oro de nuestros clientes.
En el COMPRO ORO, en efecto, me dijeron que se trataba de oro auténtico. Había encontrado una pieza de oro puro de 1.000 gramos (pureza 999,9) en la caja fuerte de mi habitación del hotel… No podía creerlo. María y yo estuvimos de acuerdo en venderlo.
Con ese dinero podríamos hacer un viaje mucho mejor que el de Barcelona y alojarnos un hotel de lujo.
Con suerte, en el referido hotel de lujo, me encontraría varios lingotes más de oro, en la caja fuerte, y así podríamos estar viajando y viviendo la buena vida indefinidamente.
¿Por qué no?
(Inspirado en el pendrive ruso que Bárcenas encontró en un hotel)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.